viernes, 17 de agosto de 2012




Ese día no hizo falta la lluvia ni el frío, no hubo excusas;
bastó  que el día comenzará a teñir el horizonte de rosa y naranja
para buscar refugio en mi casita de madera, de tablas sin pintar,
de ventanas sin cristales, pisos de color rojo y cálida cual vientre materno.
 De esos lugares que provoca andar descalzo, un umbral; una burbuja que nos hace infinitos, ajenos a un mundo corroído por el tiempo y las promesas.
Sin decir palabra alguna, nos arrullamos al son de las chicharras que parecen celebrar
hasta la muerte el milagro de la noche.
Pensamiento absoluto, cargado de orquídeas, ceibas y yigüirros.
 Un capricho umbilical de mí querido Caribe, una memoria que me atraviesa el pecho cuando todo ha pasado. 
 Un recuerdo que casi siempre se condensa en una lágrima y un rostro moldeado por la melancolía.
El arte en la simpleza de tus silencios, lo sencillo del campo y del todo que existe en la nada. 
Ahí es donde te sueño, en una tarde muda, lenta y con la mirada desnuda.

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